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Candelario Opina

Candelario. Al amigo desconocido.

Candelario. Al amigo desconocido.

Historia extraída de “decir amigo” un blog que por casualidad nos encontramos en la red. Fue publicada el 6 de junio de 2008: Es un breve relato que trata sobre el agradecimiento de un turista hacia un hombre “anónimo” de Candelario por ayudarle en un momento de apuro durante una excursión por la zona.  

No me podía hacer idea de que la cena me sentara tan mal. Aquellos huevos y unas pocas uvas me hicieron pasar una velada “inolvidable”. ¡Qué noche más larga!

Con las primeras luces, recogida del campamento en un pequeño castañar de La Garganta. Yo, de baja. La cabeza como un bombo, un mareo que me impulsaba a estar tumbado en cualquier lugar, aunque mi colchón fuese el alto de una valla de granito. Había que ponerse en marcha; tarea bien difícil, mi estómago no admitía ni una brizna de líquido, la cabeza me daba vueltas. Mi penoso estado hacía que todo lo que veía a mi alrededor estuviera teñido de amarillo, como si de una ictericia generalizada hubiera atacado a cualquier cosa que llegara a mi retina.

Doce kilómetros me esperaban. El caminar pausado y titubeante hizo que el grupo se adelantara. Un compañero se quedó conmigo para no estar solo en el trance. Aquel sol y el camino polvoriento me producían la sensación de que iba a caer a plomo en un desierto para ser pasto de los buitres.

-A los buenos días.

Un lugareño estaba a punto de sobrepasarnos con su jumento.

-Buenos días,- contestó mi acompañante.

-Parece que ese chico no va nada bien, no puede con su alma.

-Pues ya ve, no se si así va a llegar a Candelario.

-A Candelario, pues yo voy para allá. A ver, chaval, sube. Venga le ayudamos. ¡Heepa!.

¿Qué? Se va bien en la burra. ¿No? Ja, ja.

El cielo abierto vi yo con aquel samaritano que me subió a su corcel pues aunque seguía mareado, y me tenían que sujetar para que no me cayera, aquel borrico fue mi salvación.

Una vez pasado el recodo del río, la solanera polvorienta dio paso a un camino fresco, flanqueado por prados y sombra, mucha sombra. Debió ser por esa frescura por la que mi cabalgadura aceleró el trotecillo y en un rato divisamos el cementerio, en la entrada de Candelario. La mezcla de olores a hierba, a menta y a poleo, que me eran tan familiares, terminaron de animarme y empecé a mejorar. Mis colegas me tuvieron cuatro días a base de sandía para no recaer. No recaí, aunque la medida me llegó a parecer una ligera tomadura de pelo.

Cuando regreso a Candelario siempre me acuerdo de aquel amigo anónimo y breve que pasaba por allí providencialmente y me libró de aquel calvario de camino y de algún que otro traspiés. Quizá tú, amigo lector, también recuerdes a alguien que estaba justo en el sitio necesario para echarte una mano. Igual que hay monumentos al soldado desconocido, los amigos desconocidos que nos sacaron de algún apuro y que nunca volvimos a ver son merecedores de algún que otro monumento.

 

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